lunes, 8 de febrero de 2010

Me gusta, no me gusta

De niña lo pasé en grande, me gustaban esos días en los cuales al despertar corría a buscar la mascota nueva, nunca supe a que chistera fueron a parar los conejitos marrones, cuando salía a la calle dos manos resultaban escasas para cargar con todos los juguetes, ¡huy, que grande que era el mudo en aquel entonces!, la riqueza se medía en canicas de porcelana o en la flota de cochecitos Majorette, y si amanecía lloviendo el olor a las tortas fritas me sacaba de la cama. No había felicidad más grande que la llegada de un camión de mudanzas al barrio. Hay sensaciones añorables como cuando la cola de la cometa se enredaba en el alambrado telefónico, confirmar que realmente los reyes habían pasado por el salón de casa o ir a cambiar los tebeos al quiosco de la esquina. Las guerras entre los bandos de las manzanas contiguas eran memorables: las bombitas de agua crecían bajo el grifo, el sol nos calentaba la piel y el asfalto de la calle abrazaba los pies. Disfrutaba al tocar la campana del recreo sin ser vista, cuando encontraba la ramita de árbol adecuada para desinflar la rueda de los coches, al ocultarnos en lo alto de los árboles para no ser vistos por los vecinos o jugar al ring raje de noche. Me gusta regodearme en los recuerdos de la infancia.

Ahora hemos perdido la capacidad de degustar y me conformo con el retrogusto de las cosas. Aquí van los retrogustos preferidos: el trabajo aunque preferiría ser bohemia, conversar con los amigos tirada en un sillón de una casa rural, leer el periódico por la mañana en el café de la esquina a pesar de las noticias, la lentitud del tiempo durante las vacaciones, catar un vino nuevo, la necesidad de escuchar cada tanto las viejas canciones de Sandra Mihanovich y Marilina Ross. Adoro la mañana de un día de elecciones nacionales uruguayas: la credencial en la cartera, el mate bajo el brazo y el reencuentro con los viejos compañeros presidiendo las mesas electorales. Me encanta la piel oscura de los marfilenses, las nevadas en Madrid, la forma de ser de los rumanos, la luz de Ávila atravesando el frío invierno, el jamón ibérico cortado muy fino y el pulpo en una feria gallega. Suelo zambullirme a lo Tío Gilito en la gran montaña de riquezas: soy dueña de un camino y vuelo aviones con mi sobrinito, tengo una plaza y calefacción en casa, he hecho acopio de varios cruceiros gallegos y soy la responsable de la vitoria de Justine Henin en el master de tenis de Madrid al desearle suerte antes de entrar a la cancha, también poseo un pueblo de camino a Galicia y gano lo mismo que los hombre de mi profesión. Las joyas de la corona son, la escultura de uno de los jóvenes cantores imberbes del coro de piedra del Maestro Mateo que se encuentra pegada al fuste de un cruceiro en el cementerio de Nemenzo y, la última obra de teatro de Roberto Jones.

No me gusta: haber perdido la capacidad de vivir en el presente, el ruido de las ciudades y el torno del dentista, la fealdad de las verdades como puños y el boxeo. Tiendo a alejarme de las religiones y el olor de los inciensos. La rutina del trabajo me aburre tanto como escuchar sobre la vida de Belén Esteban. Las colas para los trámites de extranjería deprimen tanto como ver a un malabarista en un semáforo. No quiero ni la X en el NIE ni cantar el himno nacional. Es penoso que para poder disfrutar de los tulipanes tenga que comprarlos, que haya que meditar para encontrarse y que existan desaparecidos. La vida sería más hermosa sin exilios económicos y, conservando la “y” griega. Es una pena no tener opción al voto en las elecciones nacionales y ser mortal.

Gabriela

1 comentario:

  1. Me gustó tu viaje a la infancia, se veía la vida con ojos amplificados.

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