lunes, 22 de febrero de 2010

El juicio

Permítanme que utilice en mi defensa esta pequeña narración.
Los hechos se remontan a unos 30 años atrás. Vivía en Santiago de Compostela con mi familia. Mis recuerdos permanecen nítidos. Todo comenzó uno de esos extraños días gallegos en los que por obra y gracia de una meiga, el sol brilla. Como la mayoría de los fines de semana luminosos la tía organizó una excursión para sacar fotos.
―Nos vamos de caza―dijo.
Mamá terminó de lavar los platos y papá preparó el mate. Llegamos al cementerio, un lugar feo y aburrido hasta que la tía me enfrentó a un niño de piedra de mi altura, y supe que iba a ser una gran mañana. Aquel niño no se movía pero estaba contento, tenía el pelo rizado, la mirada al frente y la mano sobre el pecho. Cantaba y su voz era suave y dulce.
Entonces la tía le dijo a mi madre.
―Alejandra, coloca a Pablo ahí, cerca de la escultura para que le saque una foto. Mírale la cara de asombro, le gusta tanto como a mí. Va a ser artista, estoy segura.
―Cuando seas grande Pablito, vamos a venir juntos a rescatar al niño de Nemenzo, y lo vamos a cuidar del frio y la lluvia para que conserve algo del color rojo de la ropa. Fíjate como las letras de la cartela que sostiene con la mano ya se han borrado. Lo pondremos en un rincón de casa para que nadie lo encuentre.
Durante años nos inventamos miles de historias de cómo íbamos a salvarlo.
Por eso, cuando llamaron para decirme que la tía se estaba muriendo, no dudé ni un momento, supe que había llegado el día. Por la noche fui al cementerio y con una maza separé la escultura del fuste del cruceiro y la deshice en varios pedazos que cargué en una maleta. Cogí el primer vuelo a Montevideo pero llegué tarde, ya había sido el entierro. En el cementerio, el epitafio sobre su tumba dice: “te estaba esperando”. Sobre la hierba armé el rompecabezas, allí pueden encontrar la escultura del Maestro Mateo.
Pido permiso al jurado para que la tía declare en el juicio a mi lado.

Gabriela

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